Con el primer petardo mi cerebro me hizo regresar al pasado, hacía justo 15 años, apenas dos chiquillos llenos de acné y sueños por cumplir: ella, trabajar en un laboratorio de microbiología; yo, en la minería. Hoy lo llamaría ser arqueólogo, que es menos arriesgado para la vida y más satisfactorio para el bolsillo y para el alma.
Desde ese día nuestros caminos nunca se separaron, aunque no fueron hacia donde deseábamos en aquellas primeras Fiestas que disfrutamos juntos. Tras un sinfín de peripecias en el sector privado como becarios, ayudantes, asistentes y prácticos de diferentes empleos para poder comer caliente cada día, decidimos opositar. Y lo hicimos juntos, claro. Como cada cosa desde aquél 25 de agosto de 2005.
El ruido de la charanga me hizo volver en mí. Todo el mundo a mi alrededor bailaba y bebía limonada, sangría o extraños mejunjes caseros que llevaban de todo menos salud.
- ¡Vamos, gordo! – me dijo Joana cogiéndome la mano –. ¡Ya está empezando la cola del arroz!
- ¡Mira! – le dije señalando a un hombre montado a caballo al final de la plaza, más allá de la iglesia, con un bigote de otro tiempo –. ¿Te acuerdas de ese hombre?
- ¡El del bigote! – exclamó Joana entre risas –. El que nos subió al caballo…
- A ti… – repliqué coreografiando mi malestar como un mal actor de reparto y ganándome un tierno beso en los labios.
- ¿Quieres subirte? – me preguntó socarrona.
- Ya no creo que me aguante – dije encogiéndome de hombros y palmeando mi panza de degustador de cerveza.
Un chaval se chocó conmigo vaciando su vaso de sangría junto a mis pies y dejándome las chanclas pegajosas.
- ¡Perdona! – me gritó mientras continuaba su juerga junto a una cochera.
En apenas unos minutos, a nuestra espalda se amontonaban cientos de personas, diría que todo el pueblo, esperando un plato de la paella que la Comisión de Fiestas había estado removiendo con gigantescos utensilios de cocina durante una hora. Por suerte, esperamos en el bar de enfrente, donde la cerveza venía acompañada de tapas caseras cocinadas con mucho cariño.
- El año que viene habrá que coger tres platos… – suspiré acariciando su vientre.
- El año que viene va a ser gracioso…
Apenas empezaron a repartir platos cogimos el nuestro y subimos por una calle buscando unos bancos que habíamos visto antes de bajar a la plaza, en una especie de recoveco enrejado junto a la carretera principal. Unos niños se dedicaban a tirar petardos y hablar a voces para hacerse notar, así que nos fuimos al ayuntamiento para sentarnos bajo una frondosa moreda. Allí conversamos con Manuel, octogenario con mil vivencias que nos preguntó por nuestra ascendencia, nuestra descendencia y nuestra conexión con el pueblo. Nos dio la enhorabuena por estar embarazados. Su hijo volvió cargado con una montaña de platos de arroz y ambos entraron a la casa.
- ¡Venirse a Beas! – nos dijo Manuel –. Este es buen sitio pa criar un niño.
¿Por nosotros? Por nosotros perfecto, pero ya nos había costado que la administración nos diese plaza a los dos en Alicante, como para intentar un cambio conjunto a Granada.
- La paella estaba de locos – afirmó rotunda Joana.
Terminamos el arroz mordisqueando hasta el ultimo hueso de pollo (o conejo, discutimos bastante por ello) y pelando hasta la última gamba. Tiramos los platos a la papelera y fuimos en busca de un buen copazo para reposar el estómago. Los bares habían cambiado muchísimo y no teníamos un rumbo fijo. Eran días de celebración, lástima que no hubiéramos podido estar desde el principio de las Fiestas Patronales, pero aquella noche era nuestra.
Fue nuestro punto de partida. Aquí nos conocimos con 15 años, una catalana que vino acompañando a su mejor amiga, que tenía a los abuelos en el pueblo, y un chaval del Albaicín al que los vecinos de sus abuelos convencieron para subir. Ella fue mi primer beso, aunque no mi primer amor. Al contrario, yo fui su primer amor pero no su primera experiencia, con un chaval mayor que nosotros. Disfrutamos cada paseo en los coches de choque, cada baile entre los “viejos” de treinta o cuarenta años, los cigarros a escondidas tosiendo el humo como imbéciles, los churros con chocolate, los largos ratos en el parque junto al campo de fútbol.
- ¿En qué piensas? – me preguntó Joana.
- En el día que nos conocimos
- En Las Callecitas
- Los Callejones – le repliqué con una sonrisa. Siempre olvidaba los nombres de todo –. ¿Recuerdas ese parque?
- Era distinto, era casi un descampado, aunque con césped, y había columpios… ¡Ahí pasamos una noche entera!
Me dio un beso que me devolvió todos los recuerdos de golpe. Ambos estábamos muy moñas desde que decidimos ir a Beas a celebrar nuestro aniversario. Ella ya no tenía relación alguna con su amiga ‘beata’, que se mudó a Buenos Aires como experta en protocolo y marketing político. A mis amigos del colegio les perdí la pista al año siguiente, cuando elegimos diferentes lugares para el bachiller. Con quince años todo se magnifica y es perfecto, pero rara vez es cierto.
Era raro volver a su pueblo sin ellos.
Junto al recinto ferial tomamos una copa al ritmo de las canciones de moda. Aquél “tecnonosequé latino” que los chavales disfrutaban y los mayores odiaban. Nosotros éramos más de rock y aquello nos resultaba ruido. Pero disfrutamos el ambiente, la compañía, la situación. Para nosotros era catorce de febrero, aun a finales de agosto. Miré la hora y pagamos rápido a un hombre que de ‘chino’ tenía poco aunque todos lo llamaban así. No queríamos perdernos nada.
Por encima del campo de fútbol se agolpaba la multitud esperando a los jinetes. Habría carrera de cintas a caballo, un espectáculo antiguo que devolvía al ser humano a sus raíces, varias generaciones hacia atrás. Una maravillosa oportunidad de vivir algo distinto para quien está acostumbrado a las malditas ciudades. Sin embargo, la mayoría de los comentarios iban sobre el partido de fútbol: Beas de Granada-Huétor Santillán. Entre las alineaciones no había un solo nombre de pila, todos se conocían por su apodo.
Cuando repartieron los premios a los ganadores, bajamos al pueblo para cenar en un restaurante sorprendente en aquél entorno, por encima del ayuntamiento. El dueño sabía tanto de vinos que intentamos no parecer incultos y opinamos con seguridad sin tener ni idea. Si volvíamos a Beas volveríamos allí, por supuesto.
Tras la cena subimos al recinto ferial para la “Gran Verbena”.
- ¿Quieres montarte? – pregunté señalando los coches de choque al fondo. Joana soltó una carcajada.
- ¿No estamos ya grandes para eso?
- ¿Tú crees?
- ¡Vale, un viaje!
Me sorprendió que los niños tenían música puesta en el móvil y se lo acercaban a la oreja, música prácticamente igual que la que sonaba a todo trapo en los altavoces de la atracción. Cada vez eran más raros los niños. Pedí 10 euros de fichas en la taquilla y volvimos a la adolescencia, haciendo el imbécil entre los chiquillos, que empezaron intentando no molestarnos y acabaron buscándonos tras recibir un golpe tras otro y amenazas en tono de broma. Nos divertimos como ‘chaveas’. Como aquella noche tanto tiempo atrás.
Llegamos a la verbena con una sonrisa de oreja a oreja, encontrándonos con un público extraño. Los jóvenes estaban parados, de pie, esperando algo que bailar, mientras que los mayores bailaban pasodobles al ritmo de cumbias y salsa. En el escenario, un espectáculo de luz y color que contrastaba con el gris semblante del público.
La noche fue curiosa… Un Dj de cierta edad arrancó los aplausos de la gente en el descanso por animar la fiesta. A ver con qué ánimo regresaba la orquesta después de aquél feo. Eran un grupo de excepcionales bailarines y bailarinas, tocando música latina y con coreografías y vestuario espectaculares, todo muy preparado, pero aburrieron al personal. Por contra, un hombre que debiera estar jubilado, cuyo cometido era amenizar los descansos de la orquesta, devolvió la vitalidad al público con los temazos del momento y su gracia personal. Cuando acabó la orquesta, la gente pidió a Dj Manolo que siguiera su espectáculo y nos regaló un par de horas, hasta casi el amanecer.
Bailamos sin parar, recordando cada segundo de los últimos años, cada paso que nos había traído hasta aquí. Cerrar el círculo de los quinceañeros quince años después. Y los que nos quedaban.
- ¿Por qué no hemos vuelto cada año? – le pregunté cuando Dj Manolo decidió irse a dormir y la gente se dispersaba. Joana me miró sonriente, con el rostro brillando con luz propia.
- Volvamos cada año – afirmó dándome
Nos dimos un beso infinito por el que el tiempo dejó de pasar.
- Volvamos los tres cada año – insistió Joana.